miércoles, 29 de enero de 2014

Sacramentos: Confirmación

La Confirmación nos da fuerza para difundir y defender la Fe
(Audiencia, 29 de enero de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta tercera catequesis sobre los Sacramentos, nos detenemos en el de la Confirmación, que debe ser entendida en continuidad con el Bautismo, al que está vinculada de manera inseparable. Estos dos sacramentos, junto con la Eucaristía, constituyen un único acontecimiento salvífico -que se llama “la iniciación cristiana”-, en el que somos insertados en Jesucristo muerto y resucitado y nos convertimos en nuevas criaturas y miembros de la Iglesia. He aquí la razón por la que originariamente estos tres Sacramentos se celebraban en un único momento, al final del camino catecumenal, que era normalmente en la Vigilia Pascual. Así se articulaba este itinerario de formación y de inserción gradual en la comunidad cristiana que podía durar también algunos años. Se hacía paso a paso, para llegar al Bautismo, después la Confirmación y la Eucaristía.

Comúnmente se habla del sacramento de la “Confirmación”, palabra que significa “unción”. Y, de hecho, a través del aceite llamado “sagrado Crisma”, somos conformados, en la potencia del Espíritu, a Jesucristo, el cual es el único y verdadero “ungido”, el “Mesías”, el Santo de Dios. Hemos escuchado en el Evangelio como Jesús lo lee en Isaías, lo vemos más adelante. Es el ungido. Soy enviado y estoy ungido para esta misión.
El término “Confirmación” nos recuerda que este Sacramento aporta un crecimiento de la gracia bautismal: nos une más firmemente a Cristo; lleva a cumplimiento nuestro vínculo con la Iglesia; nos da una especial fuerza del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y para no avergonzarnos nunca de su cruz (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1303). Y por eso es importante ocuparse de que nuestros niños y nuestros jóvenes reciban este sacramento. Todos nosotros nos ocupamos de que sean bautizados y esto es bueno, ¿eh? Pero, quizás, no le damos tanta importancia a que reciban la Confirmación. ¡Se quedan a mitad camino y no reciben el Espíritu Santo!, ¿eh? Que es tan importante para la vida cristiana, porque nos da la fuerza para seguir adelante. Pensemos un poco, ¿eh? Cada uno de nosotros. ¿Verdaderamente nos preocupamos de que nuestros niños y nuestros jóvenes reciban la Confirmación? ¡Pero es importante esto, es importante! Y si vosotros en vuestra casa tenéis niños o jóvenes que todavía no la han recibido y ya tienen la edad para recibirla, haced todo lo posible para que terminen esta iniciación cristiana y que ellos reciban la fuerza del Espíritu Santo. ¡Pero es importante!
Naturalmente es importante ofrecer a los confirmandos una buena preparación, que debe estar pensada para conducirlos hacia una adhesión personal a la fe en Cristo y a despertar en ellos su sentido de pertenencia a la Iglesia.
La Confirmación, como todo Sacramento, no es obra de los hombres, sino de Dios, el cual cuida de nuestra vida para plasmarnos a imagen de su Hijo, para hacernos capaces de amar como Él. Él lo hace infundiendo en nosotros su Espíritu Santo, cuya acción impregna a toda la persona y toda la vida, como se refleja de los siete dones que la Tradición, a la luz de la Sagrada Escritura, ha siempre evidenciado. Estos siete dones, yo no os voy a preguntar si os acordáis de los siete dones, ¿no? Quizás todos los decís, pero no es necesario, ¿eh? Todos dirán son este y este, pero no lo hacemos. Lo digo yo en vuestro nombre ¡Eh! ¿Y cuáles son los dones? la Sabiduría, el Intelecto, el Consejo, la Fortaleza, la Ciencia, la Piedad y el Temor de Dios. Y estos dones nos han sido dados con el Espíritu Santo en el sacramento de la Confirmación. A estos dones tengo la intención de dedicar las catequesis que seguirán a las de los Sacramentos.
Cuando acogemos el Espíritu Santo en nuestro corazón y lo dejamos actuar, Cristo mismo se hace presente en nosotros y toma forma en nuestra vida, a través de nosotros, será Él, ¡Escuchad bien esto! A través de nosotros será el mismo Cristo quien rece, quien perdone, quien infunda esperanza y consuelo, quien sirva a los hermanos, quien se haga cercano a los necesitados y a los últimos, a crear comunión, a sembrar paz. Pero pensad que importante es esto, que por el Espíritu Santo viene el mismo Cristo para hacer todo esto en medio de nosotros y por nosotros. Por esto es importante que los niños y los jóvenes reciban este Sacramento.
Queridos hermanos y hermanas, ¡recordemos que hemos recibido la Confirmación todos nosotros! Recordémoslo antes que nada para agradecerle al Señor este don, y luego para pedirle que nos ayude a vivir como verdaderos cristianos, a caminar siempre con alegría según el Espíritu Santo que nos ha sido donado. Se ve que estos últimos miércoles, a mitad audiencia, nos bendicen desde el Cielo. ¡Pero sois valientes! ¡Adelante!























miércoles, 22 de enero de 2014

División de los cristianos

¡Qué acabe el escándalo de la división de los cristianos! (Audiencia, 22 de enero de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Sábado pasado ha comenzado la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que finalizará el próximo sábado, fiesta de la Conversión de san Pablo apóstol. Esta iniciativa espiritual, sumamente valiosa, involucra a las comunidades cristianas desde hace más de cien años. Se trata de un tiempo dedicado a la oración por la unidad de todos los bautizados, según la voluntad de Cristo: "Que todos sean uno" (Jn 17,21).

Cada año, un grupo ecuménico de una región del mundo, bajo la guía del Consejo Mundial de las Iglesias y del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, sugiere el tema y preparar los subsidios para la Semana de oración. Este año, tales subsidios provienen de las Iglesias y Comunidades eclesiales de Canadá, y se refieren a la pregunta dirigida por san Pablo a los cristianos de Corinto: "¿Acaso está dividido Cristo?" (1Co 1,13).

Ciertamente Cristo no ha sido dividido. Pero debemos reconocer sinceramente, y con dolor, que nuestras comunidades siguen viviendo divisiones que son de escándalo. Las divisiones entre nosotros cristianos son un escándalo, no hay otra palabra, ¡un escándalo! “Cada uno de vosotros -escribía el Apóstol- dice: “Yo soy de Pablo”, “Yo en cambio soy de Apolo”, “Yo soy de Cefas”, “Yo soy de Cristo” (1,12). También aquellos que profesaban a Cristo como su cabeza no son aplaudidos por Pablo, porque usaban el nombre de Cristo para separarse de los demás dentro de la comunidad cristiana. ¡Pero el nombre de Cristo crea comunión y unidad, no división! Él ha venido a hacer comunión entre nosotros, no para dividirnos. El Bautismo y la Cruz son elementos centrales del discipulado cristiano que tenemos en común. Las divisiones en cambio debilitan la credibilidad y la eficacia de nuestro compromiso de evangelización y corren el riesgo de vaciar a la Cruz de su potencia (cfr. 1,17).

Pablo reprende a los corintios por sus disputas, pero también da gracias al Señor “con motivo de la gracia de Dios que os ha sido dada en Cristo Jesús, porque en él habéis sido enriquecidos con todos los dones, los de la palabra y los del conocimiento” (1,4-5). Estas palabras de Pablo no son una simple formalidad, sino el signo que él ve ante todo -y por esto se alegra sinceramente- los dones hechos por Dios a la comunidad. Esta actitud del Apóstol es un estímulo para nosotros y para cada comunidad cristiana a reconocer con alegría los dones de Dios presentes en otras comunidades. A pesar del sufrimiento de las divisiones, que por desgracia aún permanecen, acojamos las palabras de Pablo como una invitación a alegrarnos sinceramente por las gracias concedidas por Dios a otros cristianos. Tenemos el mismo bautismo, el mismo Espíritu Santo que nos concede las gracias. Reconozcámoslo y alegrémonos.

Es hermoso reconocer la gracia con la que Dios nos bendice y, aún más, encontrar en otros cristianos algo que necesitamos, algo que podríamos recibir como un don de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. El grupo canadiense que ha preparado los subsidios de esta Semana de oración no ha invitado a las comunidades a pensar en lo que podrían dar a sus vecinos cristianos, sino que las ha exhortado a encontrarse para comprender lo que todas pueden recibir cada vez de las demás. Esto requiere algo más. Requiere mucha oración, requiere humildad, requiere reflexión y continua conversión. Vayamos adelante en este camino rezando por la unidad de los cristianos, para que este escándalo disminuya y no se dé más entre nosotros. ¡Gracias!











miércoles, 15 de enero de 2014

Sacramentos: El Bautismo nos transforma en misioneros

El Bautismo nos transforma en discípulos misioneros (Audiencia, 15 de enero de 2014) Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado hemos iniciado un breve ciclo de catequesis sobre los Sacramentos, comenzando por el Bautismo. Y acerca del Bautismo quisiera detenerme también hoy, para subrayar un fruto muy importante de este Sacramento: él nos hace transformarnos en miembros del Cuerpo de Cristo y del Pueblo de Dios. Santo Tomás de Aquino afirma que quién recibe el Bautismo es incorporado a Cristo casi como miembro suyo y es agregado a la comunidad de los fieles, es decir, al Pueblo de Dios. (Summa Theologiae, III, q. 69, art. 5; q. 70, art.1). En la escuela del Concilio Vaticano II, nosotros decimos hoy que el Bautismo nos hace entrar en el Pueblo de Dios, nos transforma en miembros de un Pueblo en camino, un Pueblo peregrinante en la historia.

En efecto, así como de generación en generación se transmite la vida, del mismo modo también de generación en generación, a través del renacimiento de la fuente bautismal, se transmite la gracia, y con esta gracia el Pueblo cristiano camina en el tiempo, como un río que irriga la tierra y difunde en el mundo la bendición de Dios. Desde el momento en que Jesús dijo esto que hemos escuchado del Evangelio, los discípulos fueron a bautizar y, desde aquel tiempo hasta hoy, hay una cadena en la transmisión de la fe por el Bautismo, y cada uno de nosotros somos el anillo de esta cadena; un paso adelante siempre, como un río que irriga. Y así es la gracia de Dios, y así es nuestra fe, que debemos transmitir a nuestros hijos. Así es el Bautismo. ¿Por qué? Porque el Bautismo nos hace entrar en este Pueblo de Dios, que transmite la fe. Esto es muy importante, ¿eh? Un Pueblo de Dios que camina y transmite la fe.

En virtud del Bautismo nosotros nos transformamos en discípulos misioneros, llamados a llevar el Evangelio en el mundo (Exhortación Apost. Evangelii gaudium, 120). “Cada bautizado, cualquiera sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de todos, de todo el Pueblo de Dios, un nuevo protagonismo de los bautizados, de cada uno de los bautizados”. El Pueblo de Dios es un Pueblo discípulo, porque recibe la fe, y misionero, porque transmite la fe. Esto lo hace el Bautismo en nosotros: hace recibir la gracia. Y la fe es transmitir la fe. Todos en la Iglesia somos discípulos y lo somos siempre, por toda la vida; y todos somos misioneros, cada uno en el puesto que el Señor le ha asignado. Todos: el más pequeño es también misionero y aquel que parece más grande es discípulo. Pero algunos de vosotros diréis: "Padre, los obispos no son discípulos, los obispos saben todo. El Papa sabe todo, no es discípulo". Eh, también los obispos y el Papa deben ser discípulos, porque si no son discípulos, no hacen el bien, no pueden ser misioneros, no pueden transmitir la fe ¿entendido? ¿Habéis entendido esto? Es importante, ¿eh? Todos nosotros: ¡discípulos y misioneros!

Existe un vínculo indisoluble entre la dimensión mística e aquella misionera de la vocación cristiana, ambas radicadas en el Bautismo. “Recibiendo la fe y el bautismo, nosotros cristianos acogemos la acción del Espíritu Santo que conduce a confesar a Jesucristo como Hijo de Dios y a llamar Dios “Abbá” (Padre). Todos los bautizados y las bautizadas estamos llamados a vivir y a transmitir la comunión con la Trinidad, porque la evangelización es una llamada a la participación de la comunión trinitaria” (Documento de Aparecida, n. 157).

Nadie se salva solo. Esto es importante. Nadie se salva solo. Somos comunidad de creyentes, y en esta comunidad experimentamos la belleza de compartir la experiencia de un amor que nos precede a todos, pero que al mismo tiempo nos pide que seamos “canales” de la gracia los unos por los otros, no obstante nuestros límites y nuestros pecados.

La dimensión comunitaria no es sólo un “marco”, un “contorno”, sino que es parte integrante de la vida cristiana, del testimonio y de la evangelización. La fe cristiana nace y vive en la Iglesia, y en el Bautismo las familias y las parroquias celebran la incorporación de un nuevo miembro a Cristo y a su cuerpo, que es la Iglesia (ibid., n.175 b).

A propósito de la importancia del Bautismo para el Pueblo de Dios, es ejemplar la historia de la comunidad cristiana en Japón. Pero escuchen bien esto. Aquella comunidad sufrió una dura persecución a comienzos del siglo XVII. Hubo numerosos mártires, los miembros del clero fueron expulsados y millares de fieles fueron asesinados. Entonces la comunidad se retiró a la clandestinidad, conservando la fe y la oración en el ocultamiento. Y cuando nacía un niño, el papá o la mamá lo bautizaban, porque todos nosotros podemos bautizar.

Cuando después de aproximadamente dos siglos y medio -250 años después- los misioneros volvieron a Japón, millares de cristianos salieron a la luz y la Iglesia pudo reflorecer. ¡Habían sobrevivido con la gracia de su Bautismo! Pero esto es grande, ¿eh? El Pueblo de Dios transmite la fe, bautiza sus hijos y va adelante. Y habían mantenido, aún en secreto, un fuerte espíritu comunitario, porque el Bautismo los había hecho transformar en un sólo cuerpo en Cristo: estaban aislados y escondidos, pero eran siempre miembros de la Iglesia. ¡Podemos aprender tanto de esta historia! ¡Gracias!

miércoles, 8 de enero de 2014

Catequesis sobre los sacramentos: El Bautismo

El Bautismo nos hace miembros vivos en Cristo y en su Iglesia (Audiencia, 8 de enero de 2014)

Hoy comenzamos una serie de catequesis sobre los Sacramentos, y la primera es respecto al Bautismo. Por una feliz coincidencia, el próximo domingo es precisamente la fiesta del Bautismo del Señor.

1. El Bautismo es el sacramento sobre el que se sustenta nuestra propia fe y que nos injerta como miembros vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la llamada "Iniciación Cristiana", la cual constituye como un único gran evento sacramental que nos configura al Señor y nos convierte en un signo vivo de su presencia y de su amor.

Pero puede nacer en nosotros una pregunta: ¿es realmente necesario el Bautismo para vivir como cristianos y seguir a Jesús? ¿No se trata en el fondo de un simple rito, un acto formal de la Iglesia para dar el nombre al niño o a la niña? Es una pregunta que puede surgir, ¿no? En este sentido, es esclarecedor lo que escribe el apóstol Pablo: "¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? A través del bautismo, pues, fuimos sepultados con él en la muerte, para que al igual que Cristo resucitó de los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros podamos caminar en una vida nueva" (Rm 6,3-4). ¡Así que no es una formalidad! Es un acto que afecta profundamente nuestra existencia. No es lo mismo, un niño bautizado o un niño no bautizado. ¡No es lo mismo! No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada. Nosotros con el bautismo somos sumergidos en la fuente inagotable de la vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una nueva vida, ya no a merced del mal, el pecado y la muerte, sino en comunión con Dios y con los hermanos.

2. Muchos de nosotros no tienen el más mínimo recuerdo de la celebración de este Sacramento, y es obvio, si hemos sido bautizados poco después del nacimiento. Pero yo he hecho esta pregunta dos o tres veces, aquí en la plaza: quién de vosotros conoce la fecha de su Bautismo, levante la mano. ¿Quién la sabe? ¿Eh, pocos, eh? Pocos. Pero es importante, es importante conocer cuál ha sido el día en el que yo he sido sumergido, puesto justamente en aquella corriente de salvación de Jesús. Y me permito darles un consejo. Pero, más que un consejo, una tarea para hoy. Hoy, en casa, buscad, preguntad la fecha del Bautismo y así sabréis cuál ha sido el día tan bello del Bautismo. ¿Lo haréis? No noto entusiasmo, ¿eh? ¿Lo haréis? ¡Eh, sí! Porque es conocer una fecha feliz, aquella de nuestro Bautismo. El riesgo de no saberlo es perder la conciencia de lo que el Señor ha hecho en nosotros, del don que hemos recibido. Entonces llegamos a considerarlo sólo como un evento que ha ocurrido en el pasado -y ni siquiera por nuestra propia voluntad, sino por la de nuestros padres– por lo que ya no tiene ninguna incidencia sobre el presente. Debemos despertar la memoria de nuestro Bautismo: despertar la memoria del Bautismo. Estamos llamados a vivir nuestro Bautismo todos los días, como una realidad actual en nuestra existencia. Si conseguimos seguir a Jesús y a permanecer en la Iglesia, a pesar de nuestras limitaciones, nuestras fragilidades y nuestros pecados es precisamente por el Sacramento en el que nos hemos convertido en nuevas criaturas y hemos sido revestidos de Cristo. Es en virtud del Bautismo, en efecto, que, liberados del pecado original, estamos injertados en la relación de Jesús con Dios Padre; que somos portadores de una esperanza nueva, porque el Bautismo nos da esta esperanza nueva. La esperanza de ir por el camino de la salvación, toda la vida. Y a esta esperanza nada ni nadie la pueden apagar, porque la esperanza no defrauda. Acordaos. Esto es verdad. La esperanza del Señor no defrauda nunca. Gracias al Bautismo somos capaces de perdonar y de amar también a quien nos ofende y nos hace mal; logramos reconocer en los últimos y en los pobres el rostro del Señor que nos visita y se hace cercano. Y esto, el Bautismo, nos ayuda a reconocer en el rostro de las personas necesitadas, en los que sufren, también de nuestro prójimo, el rostro de Jesús. Es gracias a esta fuerza del Bautismo.

3. Un último elemento importante: Os hago una pregunta. ¿Una persona puede bautizarse a sí misma? ¡No oigo! ¿Estáis seguros? No se puede bautizar. ¡Nadie puede bautizarse a sí mismo! ¡Ninguno! Podemos pedirlo, desearlo, pero siempre necesitamos a alguien que nos confiera este Sacramento en el nombre del Señor. El Bautismo es un don que se otorga en un contexto de interés e intercambio fraterno. Siempre, en la historia, una bautiza al otro y el otro al otro… Es una cadena. Una cadena de gracia. Pero yo no me puedo bautizar a mí mismo. Se lo tengo que pedir a otro. Es un acto de fraternidad. Un acto de filiación a la Iglesia. En su celebración podemos reconocer los rasgos más genuinos de la Iglesia, que como una madre sigue generando nuevos hijos en Cristo, en la fecundidad del Espíritu Santo.

Entonces pidamos de corazón al Señor para que podamos experimentar cada vez más, en la vida cotidiana, la gracia que hemos recibido en el Bautismo. Que encontrándonos, nuestros hermanos puedan encontrar a verdaderos hijos de Dios, a verdaderos hermanos y hermanas de Jesucristo, a verdaderos miembros de la Iglesia.

¡Y no os olvidéis de la tarea de hoy! ¿Cuál era? Buscar, preguntar la fecha de mi Bautismo. Como sé la fecha de mi nacimiento, también tengo que conocer la fecha de mi Bautismo, porque es un día de fiesta. Gracias.

miércoles, 1 de enero de 2014

Maria fuente de esperanza y alegría

María, fuente de esperanza y de verdadera alegría

(Homilía, 1 de enero de 2014)

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera.
Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.

El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un papel, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios -la Theotokos- con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura.

Pero es más, es el sensus fideidel santo pueblo de Dios que jamás, en su unidad, jamás se equivoca, el santo Pueblo de Dios.

María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino -deseo destacarlo- procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 2), y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen Gentium, 58).


Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, todos, y los ama como los ama Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
 

La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María.



A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia, de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos, imitando a nuestros hermanos de Éfeso. Digamos juntos por tres veces: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! Amén.