miércoles, 25 de junio de 2014

Pertenencia a la Iglesia

El nombre es "cristiano", el apellido "pertenezco a la Iglesia"

 

(Audiencia, 25 de junio de 2014)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy hay otro grupo de peregrinos conectados con nosotros en el Aula Pablo VI. Son peregrinos enfermos. Porque con este tiempo, entre el calor y la posibilidad de lluvia, era más prudente que ellos permanecieran allí. Pero ellos están conectados con nosotros a través de una pantalla gigante. Y así, estamos unidos en la misma Audiencia. Y todos nosotros hoy rezaremos especialmente por ellos, por sus enfermedades. Gracias.
En la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles pasado, comenzamos por la iniciativa de Dios que quiere formar un Pueblo que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Empieza con Abraham y luego, con mucha paciencia -y Dios tiene, tiene tanta- con tanta paciencia prepara este Pueblo en la Antigua Alianza hasta que, en Jesucristo, lo constituye como signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre nosotros.
Hoy vamos hacer hincapié en la importancia que tiene para el cristiano pertenecer a este Pueblo. Hablaremos de la pertenencia a la Iglesia.
Nosotros no estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su lado, no: ¡nuestra identidad cristiana es pertenencia! Somos cristianos porque nosotros pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es "Yo soy cristiano", el apellido es: "Yo pertenezco a la Iglesia." Es muy bello ver que esta pertenencia se expresa también con el nombre que Dios se da a sí mismo.
Respondiendo a Moisés, en el maravilloso episodio de la "zarza ardiente", de hecho, se define como el Dios de tus padres, no dice yo soy el Omnipotente, no: yo soy el Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. De este modo, Él se manifiesta como el Dios que ha establecido una alianza con nuestros padres y se mantiene siempre fiel a su pacto, y nos llama a que entremos en esta relación que nos precede. Esta relación de Dios con su Pueblo nos precede a todos nosotros, viene de aquel tiempo.
En este sentido, el pensamiento va primero, con gratitud, a aquellos que nos han precedido y que nos han acogido en la Iglesia. ¡Nadie llega a ser cristiano por sí mismo! ¿Es claro esto? Nadie se hace cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en laboratorio. El cristiano es parte de un Pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a un Pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano el día del Bautismo, se entiende, y luego en el recorrido de la catequesis y tantas cosas.
Pero nadie, nadie, se hace cristiano por sí mismo. Si creemos, si sabemos orar, si conocemos al Señor y podemos escuchar su Palabra, si nos sentimos cerca y lo reconocemos en nuestros hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han vivido la fe y luego nos la han transmitido, la fe la hemos recibido de nuestros padres, de nuestros antepasados y ellos nos la han enseñado. Si lo pensamos bien, ¿quién sabe cuántos rostros queridos nos pasan ante los ojos, en este momento? Puede ser el rostro de nuestros padres que han pedido el bautismo para nosotros; el de nuestros abuelos o de algún familiar que nos enseñaron a hacer la señal de la cruz y a recitar las primeras oraciones.
Yo recuerdo siempre tanto el rostro de la religiosa que me ha enseñado el catecismo y siempre me viene a la mente -está en el cielo seguro, porque es una santa mujer- pero yo la recuerdo siempre y doy gracias a Dios por esta religiosa, o el rostro del párroco, un sacerdote o una religiosa, un catequista, que nos ha transmitido el contenido de la fe y nos ha hecho crecer como cristianos. Pues bien, ésta es la Iglesia: es una gran familia, en la que se nos recibe y se aprende a vivir como creyentes y discípulos del Señor Jesús.
Este camino lo podemos vivir no solamente gracias a otras personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no existe el “hazlo tú solo”, no existen “jugadores libres”. ¡Cuántas veces el Papa Benedicto ha descrito la Iglesia como un “nosotros” eclesial! A veces sucede que escuchamos a alguien decir: “yo creo en Dios, creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa”. ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? Y esto no está bien. Existe quién considera que puede tener una relación personal directa, inmediata con Jesucristo fuera de la comunión y de la mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía Pablo VI, dicotomías absurdas.
Es verdad que caminar juntos es difícil y a veces puede resultar fatigoso: puede suceder que algún hermano o alguna hermana nos haga problema o nos de escándalo. Pero el Señor ha confiado su mensaje de salvación a personas humanas, a todos nosotros, a testigos; y es en nuestros hermanos y en nuestras hermanas, con sus virtudes y sus límites, que viene a nosotros y se hace reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recuérdenlo bien: ser cristianos significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es “cristiano”, el apellido es “pertenezco a la Iglesia”.
Queridos amigos, pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer jamás en la tentación de pensar que se puede prescindir de los otros, de poder prescindir de la Iglesia, de podernos salvar solos, de ser cristianos de laboratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos; no se puede amar a Dios fuera de la Iglesia; no se puede estar en comunión con Dios sin estar en comunión con la Iglesia; y no podemos ser buenos cristianos sino junto a todos los que tratan de seguir al Señor Jesús, como un único Pueblo, un único cuerpo y esto es la Iglesia. ¡Gracias!




Homilía de la Misa de Pedro y Pablo: (29 junio)






Homilía Santa Marta (27 junio):

"Cuando nosotros llegamos, Él está. Cuando nosotros lo buscamos, Él nos ha buscado primero. Él está siempre delante de nosotros, nos espera para recibirnos en su corazón, en su amor. Y estas dos cosas pueden ayudarnos a comprender este misterio del amor de Dios con nosotros. Para expresarse necesita de nuestra pequeñez, de nuestro abajamiento. Y, también, necesita nuestro asombro cuando lo buscamos y lo encontramos ahí, esperándonos.":

jueves, 19 de junio de 2014

Homilía Corpus Christi 2014:

Homilía Corpus Christi 2014



«El Señor, tu Dios… te dio a comer el maná, ese alimento que ni tú ni tus padres conocían.» 
(Dt 8,2-3). 

Estas palabras del Deuteronomio hicieron referencia a la historia de Israel, que Dios los hizo salir de Egipto, de la condición de esclavos, y por cuarenta años ha guiado en el desierto hacia la tierra prometida. Una vez establecido en la tierra, el pueblo elegido logra una cierta autonomía, un cierto bienestar, y corre el riesgo de olvidarse los tristes acontecimientos del pasado, superadas gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino hecho en el desierto, en el tiempo de la necesidad, de la angustia.

 La invitación es aquella de retornar a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la sobrevivencia fue confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que “no vive sólo de pan, sino… de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8, 3).

 Además del hambre física, el hombre lleva en sí otra hambre, un hambre que no puede ser saciada con el alimento ordinario. Es el hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná –como toda la experiencia del éxodo– contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta hambre profunda que hay en el hombre. Jesús nos dona este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (Cfr. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el cual saciamos nuestros cuerpos, como el maná. El Cuerpo de Cristo es el Pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.

 En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor así grande que nos nutre con Sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse nutrir por el Señor y construir la propia existencia no sus bienes materiales, pero sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.

 Si nos miramos entorno, nos damos cuenta que hay tantos ofrecimientos de alimentos que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre realmente y que sacia es solamente el que nos da el Señor! El alimento que nos ofrece el Señor es diferente de los otros, y quizás no parece así tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Y así, soñamos otras comidas, como los hebreos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellas comidas las comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva, una memoria esclava, no libre. 

 Cada uno de nosotros, hoy puede preguntarse, ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En torno a qué mesa me quiero nutrir? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos gustos, pero en la esclavitud? ¿Cuál es mi memoria? ¿Aquella del Señor que me salva?, ¿O aquella del ajo y de las cebollas de la esclavitud? ¿Con cuál memoria yo sacio mi alma?

 El Padre nos dice: “Te he nutrido con maná que tú no conocías”. Recuperemos la memoria. Ésta es la tarea: ¡Recuperemos la memoria!, y aprendamos a reconocer el pan falso que nos ilusiona y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.

 Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos dona a sí mismo. A Él nos dirigimos con fe: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, purifica nuestra memoria, para que no quede prisionera en la selectividad egoísta y mundana, pero sea memoria viva de tu presencia por toda la historia de tu pueblo, memoria que se hace “memorial” de tu gesto de amor redentor. 

Amén


miércoles, 18 de junio de 2014

Catequesis sobre la Iglesia

Ser Iglesia es sentirse en manos de Dios

(Audiencia, 18 de junio de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
¡Y os felicito, habéis sido valientes, si llueve o no llueve, realmente valientes! Esperemos poder concluir la audiencia sin agua, que el Señor tenga piedad de nosotros...
Hoy inicio un ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Es un poco como el hijo que habla de la propia madre, de la propia familia. Hablar de la Iglesia es hablar de nuestra madre, de nuestra familia. La Iglesia de hecho no es una institución finalizada a sí misma o una asociación privada, una ONG, y tampoco hay que restringir la mirada al clero o al Vaticano... La Iglesia somos todos, ¿de quién hablas tú, de los curas? Los curas son parte de la Iglesia, pero la Iglesia somos todos, no la limitemos a los sacerdotes, obispos o al Vaticano, porque la Iglesia somos todos. Todos somos familia de esta madre.
La Iglesia es una realidad mucho más amplia que se abre a toda la humanidad y que no nace en un laboratorio, la Iglesia no ha nacido en un laboratorio, no ha nacido de repente. Ha sido fundada por Jesús, y es un pueblo con una amplia historia a sus espaldas y una preparación que inicia, incluso, mucho antes de Cristo.
Esta historia, o 'prehistoria' de la Iglesia se encuentra ya en las páginas del Antiguo Testamento. Hemos escuchado el Libro del Génesis, cuando Dios eligió a Abrahán, nuestro padre en la fe y le pidió que partiera, que dejara su patria terrena y fuera a otra tierra, que Él le habría indicado. Y en esta vocación Dios no llama a Abrahán como uno solo, como un individuo, sino que  involucra desde el inicio a su familia, a sus parientes y a todos aquellos que están al servicio de su casa: así inició a caminar la Iglesia. Una vez en camino Dios ampliará una vez más el horizonte y colmará a Abrahán con su bendición, prometiéndole una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y como la arena en las orillas del mar.
El primer dato importante es justamente éste: a partir de Abrahán Dios forma a un pueblo para que lleve su bendición a todas las familias de la tierra. Y en el interior de este pueblo nace Jesús. Es Dios que constituye a este pueblo, esta historia, este pueblo en camino y allí nace Jesús, en este pueblo.
Un segundo elemento: no es Abrahán que constituye entorno a sí un pueblo, pero es el mismo Dios que da vida a este pueblo. Generalmente era el hombre a dirigirse a las divinidades, buscando de colmar la distancia e invocando apoyo y protección. En este caso, en cambio, se asiste a algo inaudito: es Dios mismo quien toma la iniciativa. Escuchemos esto: ¡Dios mismo llama a la puerta de Abrahán, le dice: ve adelante, deja tu tierra, inicia a caminar yo haré de ti un gran pueblo. Y este es el inicio de la Iglesia y de este pueblo nace Jesús. Pero Dios toma la iniciativa, dirige su palabra al hombre creando una relación nueva con nosotros.
'Pero padre, ¿cómo es esto, Dios nos habla?' Sí. '¿Y podemos hablar con Dios?' Sí. Y esto se llama oración. Y es Dios que ha hecho esto desde el inicio. Así Dios ha formado un pueblo con todos aquellos que escuchan su palabra y que se ponen en camino confiando en Él. Esta es la única condición: fiarse de Dios. Si uno confía en Dios, lo escucha y se pone en camino, esto es hacer Iglesia.
El amor de Dios precede todo, Dios llega siempre antes que nosotros, el profeta Isaías o Jeremías decía que Dios es como la flor de los almendros, porque es el primer árbol que florece en la primavera, para indicar que Dios florece antes que nosotros. Cuando llegamos Él nos espera, nos llama, nos hace caminar, y siempre antes que nosotros. Y esto se llama amor.
'Pero padre, yo no creo esto, porque si usted supiera que mi vida fue tan fea, no puedo pensar que Dios me espera'. Dios te espera y si has sido un pecador grande, te espera más y con tanto amor, porque Él es el primero y esta es la belleza de la Iglesia, que nos lleva a este Dios que nos espera.
Abrahán y los suyos escuchan la llamada de Dios y se ponen en camino, no obstante no sepan bien quien sea este Dios y dónde quiera llevarlos. Es verdad, porque Abrahán se pone en camino siguiendo a este Dios que le ha hablado, pero no tenía un libro de teología para estudiar quien era este Dios. Abrahán se fía, se fía del amor y él se fía. Esto no significa que esta gente estuviera siempre convencida y fiel. Por el contrario, desde el inicio hay resistencias, el replegarse sobre sí mismos y los propios interese, y la tentación de negociar con Dios para resolver las cosas a modo propio.
Estos son las traiciones y pecados que indican el camino del pueblo a lo largo de toda la historia de la salvación, que es la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del pueblo. Dios entretanto no se cansa, Dios tiene paciencia, tanta paciencia, y durante el tiempo sigue formando a su pueblo como un padre a su propio hijo. Dios camina con nosotros, dice el profeta Oseas, yo he caminado contigo y te he enseñado a caminar como un papá le enseña a caminar a un niño. Hermosa figura de Dios, y así hace con nosotros, nos enseña a andar.
Y es la misma actitud que mantiene hacia la Iglesia. También nosotros de hecho, mismo en nuestra intención de seguir al Señor Jesús, hacemos experiencia cada día de nuestro egoísmo y de la dureza de nuestro corazón. Entretanto cuando nos reconocemos pecadores, Dios nos llena de su misericordia y de su amor. Y nos perdona, nos perdona siempre, y es justamente esto que nos hace crecer como Pueblo de Dios, como Iglesia. No porque somos buenos, no son nuestros méritos. Somos poca cosa nosotros, no es esto, sino la experiencia cotidiana de cuanto el Señor nos quiere y nos atiende. Es esto que nos hace sentir verdaderamente en sus manos y nos lleva a crecer en la comunión con Él y entre nosotros. Es sentirse en las manos de Dios que es padre, que nos ama, nos acaricia, nos espera y nos hace sentir su ternura. ¡Y esto es hermoso!
Queridos amigos, este es el proyecto de Dios: formar un pueblo bendito por su amor y que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Este proyecto no cambia, está siempre activo. En Cristo tuvo su plenitud y todavía hoy Dios sigue realizándolo en la Iglesia. Pidamos entonces la gracia de ser siempre fieles al influjo del Señor Jesús y a escuchar su palabra, listos a partir cada día como Abrahán, hacia la tierra de Dios y del hombre, hacia la verdadera patria nuestra, y así volvernos bendición y signo del amor de Dios hacia todos sus hijos. Me gusta pensar que un sinónimo que podríamos tener los cristianos sería: son hombres y mujeres que bendicen. El cristiano con su vida tiene que bendecir siempre, bendecir a Dios y a todos nosotros. Los cristianos son gente que sabe bendecir. ¡Qué linda vocación ésta!

domingo, 15 de junio de 2014

Entrevista al Papa: (Henrique Cymerman)

Entrevista al Papa Francisco por Henrique Cymerman: (La Vanguardia)

"Nuestro sistema económico mundial ya no se aguanta",

"No soy ningún iluminado; no traje bajo el brazo ningún proyecto personal"

"Descartamos toda una generación por mantener un sistema que no es bueno"

"La secesión de una nación hay que tomarla con pinzas":



Video:



miércoles, 11 de junio de 2014

Temor de Dios

El Don del Temor de Dios nos convierte en cristianos convencidos

(Audiencia, 11 de junio de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El don del Temor de Dios, del que hablamos hoy, concluye la serie de los siete dones del Espíritu Santo. Esto no significa tener miedo de Dios: ¡no, no es eso! Sabemos bien que Dios es Padre y que nos ama y quiere nuestra salvación y siempre perdona: ¡siempre! ¡Así que no hay razón para tener miedo de Él!
El temor de Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos recuerda lo pequeños que somos delante de Dios y de su amor, y que nuestro bien consiste en abandonarnos con humildad, respeto y confianza en sus manos. ¡Esto es el temor de Dios: este abandono en la bondad de nuestro Padre que nos quiere tanto!
Cuando el Espíritu Santo toma morada en nuestro corazón, nos da consuelo y paz, y nos lleva a sentir como somos, es decir, pequeños, con aquella actitud – tan recomendada por Jesús en el Evangelio – de quien pone todas sus preocupaciones y sus esperanzas en Dios y se siente envuelto y apoyado por su calor y protección, ¡igual que un niño con su papá! Y es éste el sentimiento: es lo que el Espíritu Santo hace en nuestros corazones: nos hace sentir como niños en los brazos de nuestro papá. En este sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios en nosotros toma la forma de la docilidad, de gratitud y de alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, de hecho, no alcanzamos a comprender el designio de Dios, y nos damos cuenta que no podemos asegurarnos, por nosotros mismos, la felicidad y la vida eterna. Es precisamente ante la ex
periencia de nuestras limitaciones y de nuestra pobreza, cuando el Espíritu Santo nos consuela y nos hace sentir que la única cosa importante es ser guiado por Jesús en los brazos de su Padre.
Es por eso que necesitamos tanto este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia de que todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza reside sólo seguir al Señor Jesús y dejar que el Padre puede derramar sobre nosotros su bondad y su misericordia. Abrir el corazón para que la bondad y la misericordia de Dios lleguen a nosotros. Esto hace el Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones. Corazón abierto para que el perdón, la misericordia, la bondad, las caricias del Padre lleguen a nosotros. Porque nosotros somos hijos infinitamente amados.
Cuando somos colmados por el temor de Dios, entonces estamos llevados a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia. Pero esto no con una actitud resignada y pasiva, incluso con lamento, sino con el estupor y la alegría, la alegría de un hijo que se reconoce servido y amado por el Padre. Por lo tanto, ¡el temor de Dios no nos hace cristianos tímidos, remisivos, sino que genera en nosotros coraje y fuerza! ¡Es un don que nos hace cristianos convencidos, entusiastas, que no se quedan sometidos al Señor por miedo, sino porque están conmovidos y conquistados por su amor! Ser conquistados por el amor de Dios: ¡y esta es una cosa bella! Dejarse conquistar por este amor de Papá: ¡que nos ama tanto! Nos ama con todo su corazón.
Pero, ¡estemos atentos, eh! porque el don de Dios, el don del temor de Dios es también una “alarma” frente a la pertinacia del pecado. Cuando una persona vive en el mal, cuando blasfemia en contra de Dios, cuando explota a los otros, cuando los tiraniza, cuando vive solamente para el dinero, para la vanidad o el poder o el orgullo, entonces el Santo temor de Dios nos pone en alerta: ¡atención! Con todo este poder, con todo este dinero, con todo tu orgullo, y con toda tu vanidad, ¡no serás feliz! Nadie puede llevarse consigo al otro mundo ni el dinero, ni el poder, ni la vanidad, ni el orgullo: ¡nada! Solamente podemos llevar el amor que Dios Padre nos da, las caricias de Dios aceptadas y recibidas por nosotros con amor. Y podemos llevar lo que hemos hecho por los otros. ¡Atención, eh! No pongáis esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder, en la vanidad: ¡esto no puede prometernos nada!
Pienso, por ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre los otros y se dejan corromper: pero ¿vosotros pensáis que una persona corrupta será feliz en el otro mundo? ¡No! Todo el fruto de su corrupción ha corrompido su corazón y será difícil ir hacia el Señor.
Pienso en aquellos que viven de la trata de personas y del trabajo esclavo: ¿ustedes piensan que esta gente tenga en su propio corazón el amor de Dios, uno que trata las personas, uno que explota las personas con el trabajo esclavo? ¡No! No tienen temor de Dios. Y no son felices. No lo son.
Pienso en los que fabrican armas para fomentar las guerras: pero piensen ¡qué trabajo es éste! Estoy seguro que, si yo hago ahora la pregunta: ¿cuántos de vosotros sois fabricantes de armas? Nadie, nadie. Porque ésos no vienen a escuchar la palabra de Dios. Ellos fabrican la muerte, son mercaderes de muerte, que hacen esta mercancía de muerte.
Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo termina y que deberán rendir cuentas a Dios.
Queridos amigos, el Salmo 34 nos hace rezar así: “Este pobre hombre invocó al Señor: él lo escuchó y los salvó de sus angustias. El Ángel del Señor acampa en torno de sus fieles y los libra” (v. 7-8).Pidamos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de los pobres, para acoger el don del temor de Dios y podernos reconocer, junto a ellos, revestidos por la misericordia y el amor de Dios, que es nuestro Padre, nuestro papá. Así sea.

Temor de Dios:





Homilía 13 junio:




Homilía 11 junio:

jueves, 5 de junio de 2014

Don de la Piedad

El Don de la Piedad, sinónimo de confianza filial con Dios

(Audiencia, 4 de junio de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos detenernos sobre un don del Espíritu Santo que tantas veces es entendido mal o considerado de manera superficial, y que en cambio toca el corazón de nuestra identidad y de nuestra vida cristiana: se trata del don de la piedad.
Es necesario aclarar enseguida que este don no se identifica con tener compasión de alguien, o tener piedad del prójimo, pero indica nuestra pertenencia a Dios y nuestra relación profunda con Él, una relación que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión con Él, también en los momentos más difíciles y complicados.
Esta relación con el
Señor no se debe entender como un deber o una imposición, es una relación que viene desde adentro. Se trata en de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos la da Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo y de alegría. Por este motivo, el don de la piedad despierta en nosotros sobre todo la gratitud y la alabanza.
Este es de hecho el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos calienta el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, por lo tanto es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de aquella capacidad de rezarle con amor y simplicidad que es propio de las personas humildes de corazón.
Si el don de la piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a derramar este amor también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí, que seremos movidos por sentimientos no de 'pietismo' -no de falsa piedad- hacia quienes tenemos a nuestro lado y a quienes encontramos cada día.
Y digo no de 'pietismo', porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos poner cara de imagencita, hacer teatro de ser como un santo, como lo dice un refrán en piamontés: ‘Poner cara de no haber roto un plato’. Seremos capaces de alegrarnos con quien está en la alegría, de llorar con quien llora, de estar cerca de quien está solo y angustiado, de corregir a quien está en el error, de consolar a quien está afligido, de acoger y socorrer a quien está en la necesidad. Hay una relación muy estrecha entre el don de la piedad y la ternura. El don de la misericordia que nos da el Espíritu Santo nos hace humildes, nos hace tranquilos, pacientes, en paz con Dios, para servir a los demás con delicadeza.
Queridos amigos, en la carta a los Romanos, el apóstol Pablo afirma: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para caer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que os vuelve hijos adoptivos, por medio de quien gritamos: “¡Abbá, Padre!”. Pidamos al Señor que el don de su Espíritu pueda vencer nuestro temor y nuestras incertidumbres, y también a nuestro espíritu inquieto e impaciente. Y pueda volvernos testimonios alegres de Dios y de su amor. Adorando al Señor en la verdad y en el servicio al prójimo, con la mansedumbre que el Espíritu Santo nos da en la alegría. ¡Gracias!