viernes, 31 de octubre de 2014

La Iglesia relaciona la realidad visible y la espiritual

La Iglesia: relación entre la realidad visible y la espiritual

(Audiencia, 29 de octubre de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis precedentes hemos tenido la oportunidad de evidenciar cómo la Iglesia tiene una naturaleza espiritual: es el cuerpo de Cristo, edificado en el Espíritu Santo. Pero cuando nos referimos a la Iglesia, inmediatamente el pensamiento va a nuestras comunidades, a nuestras parroquias, a nuestras diócesis, a las estructuras en las cuales habitualmente nos reunimos y, obviamente, también a los componentes y a las figuras más institucionales que la rigen, que la gobiernan. Esta es la realidad visible de la Iglesia. Entonces debemos preguntarnos: ¿se trata de dos cosas diversas o de la única Iglesia? Y, si es siempre la única Iglesia, ¿cómo podemos entender la relación entre su realidad visible y aquella espiritual?
En primer lugar, cuando hablamos de la realidad visible –hemos dicho que son dos, ¿no? La realidad visible de la Iglesia, la que se ve, y la realidad espiritual. Cuando hablamos de la realidad visible de la Iglesia, no debemos pensar solamente al Papa, a los Obispos, a los sacerdotes, a las religiosas y a todas las personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está constituida por tantos hermanos y hermanas bautizados que en el mundo creen, esperan y aman. Pero tantas veces escuchamos decir: “pero la Iglesia no hace esto, la Iglesia no hace alguna otra cosa...” Pero dime: ¿quién es la Iglesia? “Son los sacerdotes, los Obispos, el Papa”. ¡La Iglesia somos todos, todos, todos nosotros! ¡Todos los bautizados somos la Iglesia, la Iglesia de Jesús! Todos aquellos que siguen al Señor Jesús y que, en su nombre, se hacen cercanos a los últimos y a los sufrientes, tratando de ofrecer un poco de alivio, de consuelo y de paz. ¡Todos, todos los que hacen lo que el Señor nos ha mandado, todos los que hacen eso son la Iglesia!
Comprendemos entonces que también la realidad visible de la Iglesia no es mesurable, no es conocible en toda su plenitud: ¿cómo se hace para conocer todo el bien que se hace? Tantas obras de amor, tanta fidelidad en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos, para llevarlos adelante, para transmitir la fe, tanto sufrimiento en los enfermos que ofrecen su sufrimiento al Señor. ¡Esto no se puede medir! ¡Es tan grande, tan grande! ¿Cómo se hace para conocer todas las maravillas que, a través de nosotros, Cristo logra obrar en el corazón y en la vida de cada persona? Mirad: también la realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios.
Para comprender la relación en la Iglesia, la relación entre su realidad visible y aquella espiritual, no hay otro camino que mirar a Cristo, del cual la Iglesia constituye el cuerpo y del cual ella es generada, en un acto de infinito amor. También en Cristo, en efecto, en virtud del misterio de la Encarnación, reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la misma persona en modo admirable e indisoluble. Esto vale en modo análogo también para la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana secunda plenamente aquella divina y se pone a su servicio, en función del cumplimiento de la salvación, así sucede en la Iglesia, por su realidad visible, con respecto a aquella espiritual. Por lo tanto, también la Iglesia es un misterio en el cual lo que no se ve es más importante de lo que se ve y puede ser reconocido sólo con los ojos de la fe.
En el caso de la Iglesia, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿cómo puede la realidad visible ponerse al servicio de aquella espiritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo: Cristo es el modelo, es el modelo de la Iglesia porque la Iglesia es su Cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no nos equivocamos. En el Evangelio de Lucas se cuenta cómo Jesús, de vuelta en Nazaret, -hemos oído esto- donde había crecido, entró en la sinagoga y leyó, refiriéndose a sí mismo, el pasaje del profeta Isaías, donde está escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracias del Señor”.
He aquí cómo Cristo se sirvió de su humanidad -porque también era hombre-, para anunciar y realizar el diseño divino de redención y de salvación -porque era Dios-, así debe ser también la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sacramentos y el testimonio de todos nosotros cristianos, la Iglesia es llamada cada día a hacerse cercana a cada hombre, comenzando por quien es pobre, por quien sufre y por quien es marginado, de modo de continuar a hacer sentir sobre todos la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, a menudo como Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos lo somos, todos los tenemos. Todos somos pecadores, ¿todos eh? Ninguno de nosotros puede decir: “yo no soy pecador”. Pero si alguno siente que no es pecador, que levante la mano, ¿veamos cuántos? No se puede. Todos lo somos. Y esta fragilidad, estos límites, éstos nuestros pecados, es justo que procuren en nosotros un profundo pesar, sobre todo cuando nos damos mal ejemplo y nos damos cuenta de convertirnos en motivo de escándalo. Pero cuántas veces hemos oído, en el barrio: “aquella persona, está siempre en la Iglesia, pero habla mal de todos, saca el cuero a todos”. Pero qué mal ejemplo, ¿eh? Hablar mal del otro. Esto no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. Y así nosotros damos un mal ejemplo: “Eh, digamos, si éste o ésta es cristiano yo me hago ateo”. Porque nuestro testimonio es lo que hace comprender lo que es ser cristiano.
Pidamos no ser motivo de escándalo. Pedimos entonces el don de la fe, para que podamos comprender cómo, no obstante nuestra pequeñez y nuestra pobreza, el Señor nos ha hecho realmente instrumento de gracia y signo visible de su amor por toda la humanidad. Podemos convertirnos en un motivo de escándalo, sí. Pero también podemos convertirnos en motivo de testimonio, ser testigos que con nuestra vida decimos: así quiere Jesús que nosotros hagamos. Gracias.

viernes, 24 de octubre de 2014

La Iglesia, Cuerpo de Cristo

La Iglesia somos verdaderamente el Cuerpo de Cristo

(Audiencia, 22 de octubre de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cuando se quiere evidenciar cómo los elementos que componen una realidad están estrechamente unidos los unos a los otros y forman juntos una sola cosa, se usa a menudo la imagen del cuerpo. A partir del Apóstol Pablo, esta expresión ha sido aplicada a la Iglesia y ha sido reconocida como su característica distintiva más profunda y más bella. Entonces hoy queremos preguntarnos: ¿en qué sentido la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué es definida ‘cuerpo de Cristo’?
En el libro de Ezequiel se describe una visión un poco particular, impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestros corazones. Dios muestra al profeta una fila de huesos, separados uno del otro y resecos. Un escenario desolador… Imaginad, todo un valle lleno de huesos. Dios le pide entonces que invoque sobre ellos al Espíritu. En aquel momento, los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y luego la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida (cfr. Ez 37, 1-14). ¡Ésta es la Iglesia!
Os encomiendo hoy, en casa, tomad la Biblia, en el capítulo 37 del profeta Ezequiel, ¡no lo olvidéis! Y leed esto, ¡es bellísimo! ¡Ésta es la Iglesia! Es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, el cual infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos pone uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de todos nosotros un cuerpo solo, edificado en la comunión y en el amor.
Pero la Iglesia no es solamente un cuerpo edificado en el Espíritu: ¡la Iglesia es el cuerpo de Cristo! Un poco extraño…pero es así. No se trata simplemente de un modo de decir: ¡lo somos verdaderamente! ¡Es el gran don que recibimos el día de nuestro Bautismo! En el sacramento del Bautismo, en efecto, Cristo nos hace suyos, recibiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para hacernos luego resucitar con Él como nuevas creaturas.
¡Así nace la Iglesia, y así la Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo! El Bautismo constituye un verdadero renacimiento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de Él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo cuerpo, del cual Él es la cabeza (cfr. Rm 12,5; 1 Cor 12,12-13).
La que surge, entonces, es una profunda comunión de amor. En este sentido, es iluminante como Pablo, exhortando a los esposos a “amar a su mujer como a su propio cuerpo”, afirma: “así hace Cristo por la iglesia, por nosotros que somos los miembros de su cuerpo” (Ef 5,28-30).
Qué bueno si recordáramos más a menudo lo que somos, lo que ha hecho de nosotros el Señor Jesús: somos su cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede arrancar de Él y que Él recubre con toda su pasión y todo su amor, así como un esposo con su esposa. Este pensamiento, sin embargo, debe hacer surgir en nosotros el deseo de corresponder al Señor y de compartir su amor entre nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo.
En los tiempos de Pablo, la comunidad de Corinto encontraba muchas dificultades en este sentido, viviendo, como con frecuencia también nosotros, la experiencia de las divisiones, de las envidias, de las incomprensiones y de la marginación. Todas estas cosas no van bien, porque, en lugar de construir y hacer crecer la Iglesia como cuerpo de Cristo, la fracturan en muchos pedazos, la desmiembran. Y esto también sucede en nuestros días.
Pensemos en las comunidades cristianas, en algunas parroquias, pensemos en nuestros barrios, cuántas divisiones, cuántas envidias, cómo se habla mal, cuánta incomprensión y marginación. ¿Y esto qué hace? Nos desmiembra entre nosotros. Es el inicio de la guerra.
La guerra no comienza en el campo de batalla: la guerra, las guerras comienzan en el corazón, con estas incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha entre los demás.
Y esta comunidad de Corinto era así, pero eran campeones de esto, ¿eh? El Apóstol dio a los Corintios algunos consejos concretos que valen también para nosotros: no ser celosos, sino apreciar en nuestras comunidades los dones y las cualidades de nuestros hermanos. Pero…los celos: “aquel compró un coche”, y yo siento aquí celos; “éste ganó la lotería”, y celos; “y ése hace bien esto”, otros celos. Y esto desmiembra, hace mal, ¡no se debe hacer! Porque los celos crecen, crecen y llenan el corazón. Y un corazón celoso, es un corazón ácido, un corazón que en vez de sangre parece que tuviera vinagre. Y un corazón que nunca es feliz, es un corazón que desmiembra a la comunidad. Pero, ¿qué tengo que hacer?
Apreciar en nuestra comunidad, los dones y las cualidades de los otros, de nuestros hermanos. Cuando me pongo celoso -porque todos nos ponemos, ¿eh? ¡Todos, todos somos pecadores, eh!- Cuando me pongo celoso decirle al Señor: pero…gracias Señor porque has dado esto a aquella persona.
Apreciar las cualidades y contra las divisiones hacerse cercanos, y participar en el sufrimiento de los últimos y de los más necesitados; expresar la propia gratitud a todos. Decir gracias: el corazón que sabe decir gracias, es un corazón bueno, es un corazón noble. Es un corazón que está contento porque sabe decir gracias.
Me pregunto, todos nosotros, ¿sabemos decir gracias siempre? Y…no siempre, ¿eh? Porque la envidia y los celos nos frenan un poco. Y por último, éste es el consejo que el Apóstol Pablo da a los corintios y que también debemos darnos nosotros, los unos a los otros: no considerar a nadie superior a los demás. ¡Cuánta gente se siente superior a los demás! También nosotros tantas veces decimos como aquel fariseo de la parábola: “te agradezco Señor porque no soy como aquél, soy superior”. Pero esto es feo, ¡no hacerlo nunca!
Y cuando tienes este pensamiento, recuerda tus pecados, aquellos que nadie conoce, avergüénzate ante Dios y di: “tú Señor, tú sabes quién es superior, yo cierro la boca”; ¡y esto hace bien! Y siempre en la caridad considerarse miembros los unos de los otros, que viven y se donan en beneficio de todos (cf. 1 Cor 12-14).
Queridos hermanos y hermanas, como el profeta Ezequiel y como el Apóstol Pablo, también nosotros invoquemos al Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir verdaderamente como cuerpo de Cristo, unidos, como familia, pero una familia que es el cuerpo de Cristo, y como signo visible y bello del amor de Cristo. Gracias.

jueves, 16 de octubre de 2014

La esperanza cristiana


La esperanza cristiana no es optimismo, sino luz para el mundo

(Audiencia, 15 de octubre de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Durante este tiempo hemos hablado sobre la Iglesia, sobre nuestra santa madre Iglesia jerárquica, el pueblo de Dios en camino.
Hoy queremos preguntarnos: al final, ¿qué fin tendrá el pueblo de Dios? ¿Qué será de cada uno de nosotros? ¿Qué debemos esperarnos? El apóstol Pablo consolaba a los cristianos de la comunidad de Tesalónica, que se hacían estas mismas preguntas, y después de su argumentación decían estas palabras que son entre las más bellas de Nuevo Testamento: “Y así estaremos siempre con el Señor”.
Son palabras simples, ¡pero con una densidad de esperanza tan grande! “Y así estaremos siempre con el Señor”. ¿Vosotros creéis esto? ¡Me parece que no, eh! ¿Lo creéis? ¿Lo repetimos juntos tres veces? ¡Y así estaremos siempre con el Señor! ¡Y así estaremos siempre con el Señor! ¡Y así estaremos siempre con el Señor!
Es emblemático como Juan, en el libro del Apocalipsis, retomando la intuición de los Profetas, describe la dimensión última, definitiva, en los términos de la “Nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo”.
¡He aquí lo que nos espera! Y entonces, esto es la Iglesia: es el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y que se prepara día a día al encuentro con él, como una esposa con su esposo. Y no es solamente un modo de decir: ¡serán unas verdaderas nupcias! Sí, porque Cristo haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros una sola cosa con Él, con su muerte y su resurrección, nos ha desposado verdaderamente y ha hecho de nosotros como pueblo, su esposa.
Y esto no es otra cosa que el cumplimiento del designio de comunión y de amor tejido por Dios en el curso de toda la historia, la historia del pueblo de Dios y también la propia historia de cada uno. Es el Señor el que lleva adelante esto.
Hay otro elemento, sin embargo, que nos consuela ulteriormente y que abre nuestro corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de Cristo, se hace visible la “nueva Jerusalén”. Esto significa que la Iglesia, además de esposa, está llamada a convertirse en ciudad, símbolo por excelencia de la convivencia y de ‘relacionalidad’ humana.
Qué bello, entonces, poder ya contemplar, según otra imagen muy sugestiva del Apocalipsis, todas las gentes y todos los pueblos reunidos a la vez en esta ciudad, como en una morada, será “la morada de Dios”. Y en este marco glorioso no habrá más aislamientos, prevaricaciones, ni distinciones de ningún género –de naturaleza social, étnica o religiosa– sino que seremos todos una sola cosa en Cristo.
Ante la presencia de este escenario inaudito y maravilloso, nuestro corazón no puede no sentirse confirmado en modo fuerte en la esperanza. Ven, la esperanza cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos. Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.
La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, esto es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo! Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios. Y no se olvidéis: jamás olvidar que así estaremos siempre con el Señor. ¿Lo repetimos otras tres veces? Y así, estaremos siempre con el Señor, y así, estaremos siempre con el Señor, y así, estaremos siempre con el Señor. ¡Gracias!

jueves, 9 de octubre de 2014

Divisiones entre cristianos

 Las divisiones entre cristianos, hieren a la Iglesia y a Cristo

(Audiencia, 8 de octubre de 2014)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las últimas catequesis, hemos tratado de sacar a la luz la naturaleza y la belleza de la Iglesia, y nos hemos preguntado qué comporta para cada uno de nosotros el ser parte de este pueblo, pueblo de Dios, que es la Iglesia. Pero no debemos olvidar que hay tantos hermanos, que comparten con nosotros la fe en Cristo, pero que pertenecen a otras confesiones o a tradiciones diferentes de la nuestra.
Muchos se han resignado a esta división -también dentro de nuestra Iglesia católica se han resignado- que en el curso de la historia, a menudo ha sido causa de conflictos y de sufrimientos: ¡también de guerras, eh! ¡Esta es una vergüenza! También hoy las relaciones no son siempre marcadas por el respeto y la cordialidad.
Pero, me pregunto: ¿nosotros, cómo nos presentamos de frente a todo esto? ¿También nosotros estamos resignados o somos incluso indiferentes a esta división? ¿O más bien creemos firmemente que se puede y se debe caminar en la dirección de la reconciliación y de la plena comunión? La plena comunión, es decir, poder participar todos juntos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
La división entre cristianos, mientras hieren a la Iglesia, hieren a Cristo y nosotros divididos herimos a Cristo: la Iglesia, en efecto, es el cuerpo del cual Cristo es la cabeza. Sabemos bien cuánto deseaba Jesús que sus discípulos permanecieran unidos en su amor.
Es suficiente pensar en sus palabras referidas en el capítulo décimo séptimo del Evangelio de Juan, la oración dirigida al Padre en la inminencia de la pasión: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me diste, para que sean uno como nosotros” (Jn, 17,11). Ésta unidad estaba ya amenazada mientras Jesús estaba todavía entre los suyos: en el Evangelio, en efecto, se recuerda que los apóstoles discutían entre ellos sobre quién fuera el más grande, el más importante (cfr Lc 9,46).
Pero el Señor, ha insistido tanto en la unidad en el nombre del Padre, haciéndonos entender que nuestro anuncio y nuestro testimonio serán más creíbles cuánto más nosotros, en primer lugar, seremos capaces de vivir en comunión y de amarnos. Es lo que sus apóstoles, con la gracia del Espíritu Santo, comprendieron después profundamente y cuidaron, tanto que San Pablo llegará a implorar la comunidad de Corinto con estas palabras: “Hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo los exhorto a que os pongáis de acuerdo: que no haya divisiones entre vosotros y viváis en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir” (1 Cor 1,10).
Durante su camino en la historia, la Iglesia es tentada por el maligno, que trata de dividirla, y por desgracia se ha visto afectada por separaciones graves y dolorosas. Son divisiones que a veces se han prolongado en el tiempo, hasta hoy, por lo cual ahora resulta difícil reconstruir todos los motivos y sobre todo, encontrar soluciones posibles.
Las razones que llevaron a las fracturas y separaciones pueden ser muy diferentes: desde las diferencias sobre principios dogmáticos y morales y sobre concepciones teológicas y pastorales diversas, a los motivos políticos y de conveniencia, hasta los enfrentamientos debidos a antipatías y ambiciones personales... Los que es cierto es que, en un modo o en el otro, detrás de estas laceraciones están siempre la soberbia y el egoísmo, que son causa de todo desacuerdo y nos hacen intolerantes, incapaces de escuchar y aceptar a aquellos que tienen una visión o un posición diferente de la nuestra.
Ahora, de frente a todo esto, ¿hay algo que cada uno de nosotros, como miembros de la santa madre Iglesia, podemos y debemos hacer? Ciertamente, no debe faltar la oración, en continuidad y en comunión con la de Jesús, la oración por la unidad de los cristianos.
Y junto con la oración, el Señor nos pide una renovada apertura: nos pide no cerrarnos al diálogo y al encuentro, sino captar todo aquello que de válido y positivo se nos ofrece también por quienes piensan diferente de nosotros o se ponen en una diferente posición. Nos pide no fijar la mirada en lo que nos divide, sino más bien en lo que nos une, tratando de conocer mejor y amar a Jesús y compartir la riqueza de su amor. Y esto conlleva concretamente la adhesión a la verdad, junto con la capacidad de perdonarse, de sentirse parte de la misma familia cristiana, de considerarse el uno un don para el otro y hacer juntos muchas cosas buenas, y obras de caridad. Es un dolor, pero hay divisiones, hay cristianos divididos, nos hemos dividido entre nosotros.
Pero todos tenemos algo en común: todos creemos en Jesucristo el Señor, todos creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y en tercer lugar, todos caminamos juntos, estamos en camino. ¡Ayudémonos los unos a los otros! Tú piensas así, tú así… Pero, en todas las comunidades hay buenos teólogos: que ellos discutan, que ellos busquen la verdad teológica, porque es un deber; pero nosotros caminemos juntos, rezando los unos por los otros, y haciendo las obras de caridad. Y así hacemos la comunión en camino, esto se llama: ecumenismo espiritual. Caminar el camino de la vida todos juntos en nuestra fe, en Jesucristo nuestro Señor.
Se dice que no debe hablarse de cosas personales, pero, no resisto a la tentación… Estamos hablando de comunión, comunión entre nosotros, y hoy, estoy muy agradecido al Señor, porque hoy ¡hace 70 años que hice la Primera Comunión! Pero, hacer la Primera Comunión todos nosotros debemos saber que significa entrar en comunión con los otros, en comunión con los hermanos de nuestra iglesia, pero también en comunión con todos aquellos que pertenecen a comunidades diferentes, pero creen en Jesús.
Agradezcamos al Señor, todos, por nuestro Bautismo, agradezcamos al Señor todos, por nuestra Comunión, y para que esta Comunión sea al final una comunión de todos juntos.
Queridos amigos, ¡entonces vamos hacia adelante hacia la unidad plena! La historia nos ha separado, pero estamos en camino hacia la reconciliación y la comunión. Y esto es verdad, ¡esto tenemos que defender! ¡Todos estamos en camino hacia la comunión! Y cuando la meta nos pueda parecer demasiado lejana, casi inalcanzable, y nos sintamos atrapados por el desaliento, nos anime la idea de que Dios no puede cerrar su oído a la voz de su propio Hijo Jesús y no cumplir con sus y nuestras oraciones, para que todos los cristianos sean verdaderamente una sola cosa. Gracias.



domingo, 5 de octubre de 2014

Carismas en la comunidad cristiana

Los Carismas y su acción en la comunidad cristiana

(Audiencia, 1 de octubre de 2014)


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Desde el inicio el Señor ha colmado a la Iglesia con los dones de su Espíritu, haciéndola así siempre viva y fecunda, con los dones del Espíritu Santo. Entre estos dones, se distinguen algunos que resultan particularmente preciosos para la edificación y el camino de la comunidad cristiana: se trata de los carismas. En esta catequesis sobre la Iglesia nos preguntamos: ¿qué es exactamente un carisma? ¿Cómo podemos reconocerlo y recibirlo? Y sobre todo: ¿el hecho que en la Iglesia haya una diversidad y una multiplicidad de carismas, debe ser visto en sentido positivo, como una bella cosa o más bien como un problema?
En el lenguaje común, cuando se habla de “carisma” se entiende a menudo un talento, una habilidad natural. Se dice “esta persona tiene un especial carisma para enseñar”. Es un talento que tiene. Así, frente a una persona particularmente brillante y cautivante, se usa decir: “es una persona carismática”. ¿Qué significa? No sé, pero es carismática. Y así decimos. No sabemos que decimos pero decimos “es carismática”.
Pero, en la perspectiva cristiana, el carisma es mucho más que una cualidad personal, que una predisposición con la cual se puede estar dotados: el carisma es una gracia, un don prodigado por Dios Padre, a través la acción del Espíritu Santo. Y es un don que es dado a alguien no porque sea más bueno que los otros o porque se lo haya merecido: es un regalo que Dios le hace para que, con la misma gratuidad y el mismo amor, lo pueda poner al servicio de la entera comunidad, para el bien de todos.
Hablando un poco en modo humano, se dice así: Dios da esta cualidad, este carisma a esta persona pero no para sí misma sino para que esté al servicio de toda la comunidad. Hoy antes de llegar a la plaza, he recibido tantos, tantos niños minusválidos, en el aula Pablo VI. Había tantos. Una asociación que se dedica al cuidado de estos niños. ¿Qué es? Esta asociación, estos hombres, estas mujeres tienen el carisma de cuidar a los niños discapacitados. Esto es un carisma.
Una cosa importante que debe ser inmediatamente subrayada es el hecho que uno no puede entender solo si tiene un carisma y cuál. Pero tantas veces nosotros hemos escuchado personas que dicen “yo tengo esta cualidad, yo sé cantar muy bien”. Y nadie tiene el coraje de decirle: “¡mejor que estés callado, porque nos atormentas a todos cuando tú cantas!” ¡Nadie puede decir “yo tengo este carisma”! Es en el interior de la comunidad que brotan y florecen los dones con los cuales nos colma el Padre; y es en el seno de la comunidad que se aprende a reconocerlos como un signo de su amor por todos sus hijos.
Cada uno de nosotros, por lo tanto, es justo que se pregunte: “¿hay algún carisma que el Señor ha hecho nacer en mí, que el Señor ha hecho nacer en mí, en la gracia de su Espíritu, y que mis hermanos en la comunidad cristiana han reconocido y alentado? ¿Y cómo me comporto yo con respecto a este don: lo vivo con generosidad, poniéndolo al servicio de todos o bien lo descuido y termino por olvidarlo? O quizás ¿se transforma para mí en motivo de orgullo, al punto que me lamento siempre de los otros y pretendo que en la comunidad se haga a mi modo? Son preguntas que nos debemos hacer.
Si hay un carisma en mí, si este carisma es reconocido por la Iglesia, y si estoy contento con este carisma o tengo un poco de celos de los carismas de otros y quiero tener aquel carisma. ¡No! El carisma es un don. Solamente Dios lo da.
La experiencia más bella, sin embargo, es descubrir de cuántos carismas diferentes y de cuántos dones de su Espíritu el Padre colma a su Iglesia. Esto no debe ser visto como un motivo de confusión, de malestar: son todos regalos que Dios hace a la comunidad cristiana, para que pueda crecer armoniosa, en la fe y en su amor, como un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo.
El mismo Espíritu que da esta diferencia de carismas hace la unidad de la Iglesia: ¡el mismo Espíritu! Ante esta multiplicidad de carismas, nuestro corazón debe abrirse al gozo y debemos pensar: “¡Qué cosa tan bella! Tantos dones diferentes, porque somos todos hijos de Dios y todos amados en un modo único”. ¡Ay, entonces, si estos dones se convierten en motivo de envidia, de división, de celos!
Como recuerda el apóstol Pablo en su primera carta a los Corintios, capítulo 12, todos los carismas son importantes ante los ojos de Dios y, al mismo tiempo, ninguno es insustituible. Esto significa que en la comunidad cristiana nosotros necesitamos los unos de los otros, y todo don recibido se actúa plenamente cuando es compartido con los hermanos, por el bien de todos. ¡Esta es la Iglesia!
Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del sensus fidei, de aquel sentido sobrenatural de la fe, que es donado por el Espíritu Santo, para que, juntos, todos podamos entrar en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida.
Hoy la Iglesia festeja la memoria de Santa Teresa del Niño Jesús, esta santa que murió a los 24 años y que amaba tanto a la Iglesia. Quería ser misionera, ¡pero quería tener todos los carismas! Ella decía: yo quisiera hacer esto, esto y esto… ¡quería todos los carismas! Fue a la oración y sintió que su carisma, era el amor.
Y dijo esta bella frase: ‘en el corazón de la Iglesia yo seré el amor’. Este carisma, lo tenemos todos, ¡la capacidad de amar! Pidamos hoy a Santa Teresa del Niño Jesús, esta capacidad de amar tanto a la Iglesia ¡de amarla tanto! Y de aceptar todos aquellos carismas, con este amor de hijos de la Iglesia, de nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica.